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LA CONDENADA
Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda.
Tenía por mundo aquellas cuatro paredes, de un triste blanco de hueso,
cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto
ventanillo cruzado por hierros que cortaban la azul mancha del cielo; y
del suelo de ocho pasos apenas si era suya la mitad, por culpa de
aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándosele en
el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.
Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez
los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado
en vida, pudriéndose, como animado cadáver, en aquel ataúd de argamasa,
deseando, como un mal momentáneo que pondría fin a otros mayores, que
llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de
una vez.
Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo barrido todos los
días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del
petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se
dejaba tener ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le
quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el
consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarlas como buenas
compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría
entretenido domesticándola.
No querían en aquella sepultura otra vida que la suya. Un día, ¡cómo lo
recordaba Rafael! un gorrión se asomó a la reja, cual chiquillo
travieso. El bohemio de la luz y del espacio piaba como expresando la
extrañeza que le producía ver allá abajo aquel pobre ser amarillento y
flaco, estremeciéndose de frío en pleno verano, con unos cuantos
pañuelos anudados a las sienes y un harapo de manta ceñido a los
riñones. Debió asustarle aquella cara angulosa y pálida, con una
blancura de papel mascado; le causó miedo la extraña vestidura de
pielroja y huyó, sacudiendo sus plumas como para librarse del vaho de
sepultura y lana podrida que exhalaba la reja.
El único rumor de vida era el de los compañeros de cárcel que paseaban
por el patio. Aquéllos al menos veían cielo libre sobre sus cabezas, no
tragaban el aire a través de una aspillera; tenían las piernas libres y
no les faltaba con quien hablar. Hasta allí dentro tenía la desgracia
sus gradaciones. El eterno descontento humano era adivinado por Rafael.
Envidiaba él a los del patio, considerando su situación como una de las
más apetecibles; los presos envidiaban a los de fuera, a los que gozaban
libertad, y los que a aquellas horas transitaban por las calles tal vez
no se considerasen contentos con su suerte, ambicionando ¡quién sabe
cuántas cosas!... ¡Tan buena que es la libertad!... Merecían estar
presos.
Se hallaba en el último escalón de la desgracia. Había intentado fugarse
perforando el suelo en un arranque de desesperación, y la vigilancia
pesaba sobre él incesante y abrumadora. Si cantaba, le imponían
silencio. Quiso divertirse rezando con monótono canturreo las oraciones
que le enseñó su madre, y que sólo recordaba a trozos, y le hicieron
callar. ¿Es que intentaba fingirse loco? ¡A ver, mucho silencio! Le
querían guardar entero, sano de cuerpo y espíritu, para que el verdugo
no operase en carne averiada.
¡Loco! No quería serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho
escaso y malo acababan con él. Tenía alucinaciones; algunas noches,
cuando cerraba los ojos molestado por la luz reglamentaria, a la que en
catorce meses no había podido acostumbrarse, le atormentaba la
estrafalaria idea de que, durante el sueño, sus enemigos, aquellos que
querían matarle y a los que no conocía, le habían vuelto el estómago del
revés. Por esto le atormentaban con crueles pinchazos.
De día, pensaba siempre en su pasado, pero con memoria tan extraviada,
que creía repasar la historia de otro.
Recordaba su regreso al pueblecillo natal, después de su primera campaña
carcelaria por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la
concurrencia de la taberna de la plaza admirándole con entusiasmo: _¡Qué
bruto es Rafael!_ La mejor chica del pueblo se decidía a ser su mujer,
más por miedo y respeto que por cariño; los del Ayuntamiento le
halagaban dándole escopeta de guardia rural, espoleando su brutalidad
para que la emplease en las elecciones; reinaba sin obstáculos en todo
el término; tenía a _los otros_, los del bando caído, en un puño, hasta
que, cansados éstos, se ampararon de cierto valentón que acababa de
llegar también de presidio, y lo colocaron frente a Rafael.
¡Cristo! El honor profesional estaba en peligro: había que mojar la
oreja a aquel individuo que le quitaba el pan. Y como consecuencia
inevitable, vino la espera al acecho, el escopetazo certero y el
rematarle con la culata para que no chillase ni patalease más.
En fin... ¡cosas de hombres! Y como final, la cárcel, donde encontró
antiguos compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le
temían se vengaban de los miedos que habían pasado declarando contra él;
la terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que
llegase de Madrid la muerte, que, por lo que se hacía esperar, sin duda
venía en carreta.
No le faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco
Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas
en romances, había escuchado siempre con entusiasmo, y se reconocía con
tanto redaño como ellos para afrontar el último trance.
Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle,
haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un niño y
al mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos.
Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no
había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que
bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas e
higos que en la cárcel llamaban café.
Del Rafael antiguo que deseaba la muerte para terminar pronto no quedaba
más que la envoltura. El nuevo, formado dentro de aquella sepultura,
pensaba con terror que ya iban transcurridos catorce meses y
forzosamente estaba próximo el fin. De buena gana se conformaría a pasar
otros catorce en aquella miseria.
Era receloso; presentía que la desgracia se acercaba; la veía en todas
partes: en las caras curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta;
en el cura de la cárcel, que ahora entraba todas las tardes, como si
aquella celda infecta fuera el lugar mejor para hablar con un hombre y
fumar un pitillo. ¡Malo, malo!
Las preguntas no podían ser más inquietantes. ¿Que si era buen
cristiano? Sí, padre. Respetaba a los curas, nunca les había faltado en
tanto así; y de la familia no habría qué decir; todos los suyos habían
ido al monte a defender al rey legítimo, porque así lo mandó el párroco
del pueblo. Y para afirmar su cristianismo, sacaba de entre los guiñapos
del pecho un mazo mugriento de escapularios y medallas.
Después el cura le hablaba de Jesús, que, con ser Hijo de Dios, se había
visto en situación semejante a la suya, y esta comparación entusiasmaba
al pobre diablo. ¡Cuánto honor!... Pero aunque halagado por tal
semejanza, deseaba que se realizase lo más tarde posible.
Llegó el día en que estalló sobre él como un trueno la terrible noticia.
Lo de Madrid había terminado. Llegaba la muerte; pero a gran velocidad,
por el telégrafo.
Al decirle un empleado que su mujer con la niña que había nacido estando
él preso rondaba la cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquélla
dejaba el pueblo, es que la _cosa_ estaba encima.
Le hicieron pensar en el indulto, y se agarró con furia a esta última
esperanza de todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué
no él? Además, nada le costaba a aquella buena señora de Madrid librarle
la vida; era asunto de echar una _firmica_.
Y a todos los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber le
visitaban, abogados, curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y
suplicante, como si ellos pudieran salvarle:
--¿Qué les parece? ¿echará la _firmica_?
Al día siguiente le llevarían a su pueblo, atado y custodiado, como una
res brava que va al matadero. Ya estaba allá el verdugo con sus trastos.
Y aguardando el momento de salida para verle, se pasaba las horas a la
puerta de la cárcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y
cejas unidas, que al mover la hueca faldamenta de zagalejos superpuestos
esparcía un punzante olor de establo.
Estaba como asombrada de estar allí; en su mirada boba leíase más
estupefacción que dolor, y únicamente al fijarse en la criatura agarrada
a su enorme pecho derramaba algunas lágrimas.
¡Señor! ¡Qué vergüenza para la familia! Ya sabía ella que aquel hombre
terminaría así. ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!
El cura de la cárcel intentaba consolarla. Resignación: aún podía
encontrar, después de viuda, un hombre que la hiciese más feliz. Esto
parecía enardecerla, y hasta llegó a hablar de su primer novio, un buen
chico, que se retiró por miedo a Rafael, y que ahora se acercaba a ella
en el pueblo y en los campos como si quisiera decirla algo.
--No; hombres no faltan--decía tranquilamente con un conato de
sonrisa--. Pero soy muy cristiana; y si cojo otro hombre, quiero que sea
como Dios manda.
Y al notar la mirada de asombro del cura y de los empleados de la
puerta, volvió a la realidad, reanudando su difícil lloro.
Al anochecer llegó la noticia. Sí que había _firmica_. Aquella señora
que Rafael se imaginaba allá en Madrid con todos los esplendores y
adornos que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegramas
y súplicas, prolongaba la vida del sentenciado.
El indulto produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si
cada uno de los presos hubiera recibido la orden de libertad.
--Alégrate, mujer--decía en el rastrillo el cura a la mujer del
indultado--. Ya no matan a tu marido: no serás viuda.
La muchacha permaneció silenciosa, como si luchara con ideas que se
desarrollaban en su cerebro con torpe lentitud.
--Bueno--dijo al fin tranquilamente--. ¿Y cuándo saldrá?
--¡Salir!... ¿Estás loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con
salvar la vida. Irá a África, y como es joven y fuerte, aún puede ser
que viva veinte años.
Por primera vez lloró la mujer con toda su alma; pero su llanto no era
de tristeza, era de desesperación, de rabia.
--Vamos, mujer--decía el cura irritado--. Eso es tentar a Dios. Le han
salvado la vida, ¿lo entiendes? Ya no está condenado a muerte... ¿Y aún
te quejas?
Cortó su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresión de odio.
--Bueno: que no lo maten... Me alegro. Él se salva, pero yo, ¿qué?...
Y tras larga pausa, añadió entre gemidos que estremecían su carne
morena, ardorosa y de brutal perfume:
--Aquí la condenada soy yo.
Primavera triste
El viejo _Tòfol_ y la chicuela vivían esclavos de su huerto, fatigado
por una incesante producción.
Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra--no mayor
que un pañuelo, según decían los vecinos--, y del cual sacaban su pan a
costa de fatigas.
Vivían como lombrices de tierra, siempre pegados al surco, y la chica, a
pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un peón.
La apodaban la _Borda_, porque la difunta mujer del tío _Tòfol_, en su
afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la
Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diez y siete años, que
parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aun más
por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia
fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.
Era fea: angustiaba a sus vecinas y compañeras de mercado con su
tosecilla continua y molesta, pero todas la querían. ¡Criatura más
trabajadora!... Horas antes de amanecer ya temblaba de frío en el huerto
cogiendo fresas o cortando flores; era la primera que entraba en
Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que
correspondía regar, agarraba valientemente el azadón, y con las faldas
remangadas ayudaba al tío _Tòfol_ a abrir bocas en los ribazos, por
donde se derramaba el agua roja de la acequia, que la tierra sedienta y
requemada engullía con un _glu-glu_ de satisfacción, y los días que
había remesa para Madrid, corría como loca por el huerto saqueando los
bancales, trayendo a brazadas los claveles y rosas, que los embaladores
iban colocando en cestos.
Todo se necesitaba para vivir con tan poca tierra. Había que estar
siempre sobre ella, tratándola como bestia reacia que necesita del
látigo para marchar. Era una parcela de un vasto jardín, en otro tiempo
de los frailes, que la desamortización revolucionaria había subdivido.
La ciudad, ensanchándose, amenazaba tragarse al huerto con su
desbordamiento de casas, y el tío _Tòfol_, a pesar de hablar mal de sus
terruños, temblaba ante la idea de que la codicia tentase al dueño y los
vendiese como solares.
Allí estaba su sangre; sesenta años de trabajo. No había un pedazo de
tierra inactiva, y aunque el huerto era pequeño, desde el centro no se
veían las tapias, tal era la maraña de árboles y plantas: nispereros y
magnolieros, bancales de claveles, bosquecillos de rosales, tupidas
enredaderas de pasionarias y jazmines; todo cosas útiles que daban
dinero y eran apreciadas por los tontos de la ciudad.
El viejo, insensible a las bellezas de su huerto, sólo ansiaba la
cantidad. Quería segar, las flores en gavillas, como si fuesen hierba;
cargar carros enteros de frutas delicadas; y este anhelo de viejo avaro
e insaciable martirizaba a la pobre _Borda_, que, apenas descansaba un
momento, vencida por la tos, oía amenazas o recibía como brutal
advertencia un terronazo en los hombros.
Las vecinas de los inmediatos huertos protestaban. Estaba matando a la
chica; cada vez tosía más. Pero el viejo contestaba siempre lo mismo.
Había que trabajar mucho; el amo no atendía razones en San Juan y en
Navidad, cuando correspondía entregarle las pagas del arrendamiento. Si
la chica tosía era por vicio, pues no la faltaban su libra de pan y su
rinconcito en la cazuela de arroz; algunos días hasta comía golosinas:
morcilla de cebolla y sangre, por ejemplo. Los domingos la dejaba
divertirse, enviándola a misa como una señora, y aún no hacía un año que
le dio tres pesetas para una falda. Además, era su padre, y el tío
_Tòfol_, como todos los labriegos de raza latina, entendía la paternidad
cual los antiguos romanos: con derecho de vida y muerte sobre los hijos,
sintiendo cariño en lo más hondo de su voluntad, pero demostrándolo con
las cejas fruncidas y alguno que otro palo.
La pobre _Borda_ no se quejaba. Ella también quería trabajar mucho,
para que nunca les quitasen el pedazo de tierra en cuyos senderos aún
creía ver el zagalejo remendado de aquella vieja hortelana a la que
llamaba madre cuando sentía la caricia de sus manos callosas.
Allí estaba cuanto quería en el mundo: los árboles que la conocieron de
pequeña y las flores que en su pensamiento inocente hacían surgir una
vaga idea de maternidad. Eran sus hijas, las únicas muñecas de su
infancia, y todas las mañanas experimentaba la misma sorpresa viendo las
flores nuevas que surgían de sus capullos, siguiéndolas paso a paso en
su crecimiento, desde que, tímidas, apretaban sus pétalos como si
quisieran retroceder y ocultarse, hasta que, con repentina audacia,
estallaban como bombas de colores y perfumes.
El huerto entonaba para ella una sinfonía interminable, en la cual la
armonía de los colores confundíase con el rumor de los árboles y el
monótono canturreo de aquella acequia fangosa y poblada de renacuajos,
que, oculta por el follaje, sonaba como arroyuelo bucólico.
En las horas de fuerte sol, mientras el viejo descansaba, iba la _Borda_
de un lado a otro, mirando las bellezas de su familia, vestida de gala
para celebrar la estación. ¡Qué hermosa primavera! Sin duda Dios
cambiaba de sitio en las alturas, aproximándose a la tierra.
Las azucenas de blanco raso erguíanse con cierto desmayo, como las
señoritas en traje de baile que la pobre _Borda_ había admirado muchas
veces en las estampas; las camelias de color carnoso hacían pensar en
tibias desnudeces, en grandes señoras indolentemente tendidas, mostrando
los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocultándose
entre las hojas para denunciarse con su perfume; las margaritas
destacábanse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha
revolucionaria de gorros rojos, cubrían los bancales y asaltaban los
senderos; arriba, las magnolias balanceaban su blanco cogollo como un
incensario de marfil que esparcía incienso más grato que el de las
iglesias; y los pensamientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el
follaje sus gorras de terciopelo morado, y guiñando las caritas
barbadas, parecían decir a la chica:
--_Borda, Bordeta_... nos asamos. ¡Por Dios! ¡Un poquito de agua!
Lo decían, sí: oíalo ella, no con los oídos, sino con los ojos, y aunque
los huesos le dolían de cansada, corría a la acequia a llenar la
regadera y bautizaba a aquellos pilluelos, que bajo la ducha saludaban
agradecidos.
Sus manos temblaban muchas veces al cortar el tallo de las flores. Por
su gusto, allí se quedarían hasta secarse; pero era preciso ganar dinero
llenando los cestos que se enviaban a Madrid.
Envidiaba a las flores viéndolas emprender su viaje. ¡Madrid!... ¿Cómo
sería aquello? Veía una ciudad fantástica, con suntuosos palacios como
los de los cuentos, brillantes salones de porcelana con espejos que
reflejaban millares de luces, hermosas señoras que lucían sus flores; y
tal era la intensidad de la imagen, que hasta creía haber visto todo
aquello en otros tiempos, tal vez antes de nacer.
En aquel Madrid estaba el señorito, el hijo de los amos, con el cual
había jugado muchas veces siendo niña, y de cuya presencia huyó
avergonzada el verano anterior, cuando hecho un arrogante mozo visitó el
huerto. ¡Pícaros recuerdos! Ruborizábase pensando en las horas que
pasaban, siendo niños, sentados en un ribazo, oyendo ella la historia de
Cenicienta, la niña despreciada convertida repentinamente en arrogante
princesa.
La eterna quimera de todas las niñas abandonadas venía entonces a
tocarle en la frente con sus alas de oro. Veía detenerse un soberbio
carruaje en la puerta del huerto; una hermosa señora la llamaba. «_¡Hija
mía... por fin te encuentro!_», ni más ni menos que en la leyenda;
después los trajes magníficos; un palacio por casa, y al final, como no
hay príncipes disponibles a todas horas para casarse, contentábase
modestamente con hacer su marido al señorito.
¿Quién sabe?... Y cuando más esperanzas ponía en el porvenir, la
realidad la despertaba en forma de brutal terronazo, mientras el viejo
decía con voz áspera:
--Arre, que ya es hora.
Y otra vez al trabajo, a dar tormento a la tierra, que se quejaba
cubriéndose de flores.
El sol caldeaba el huerto, haciendo estallar las cortezas de los
árboles; en las tibias madrugadas sudaba al trabajar, como si fuese
mediodía, y a pesar de esto, la _Borda_ cada vez más delgada y tosiendo
más.
Parecía que el color y la vida que faltaban en su rostro se lo
arrebataban las flores, a las que besaba con inexplicable tristeza.
Nadie pensó en llamar al médico. ¿Para qué? Los médicos cuestan dinero,
y el tío _Tòfol_ no creía en ellos. Los animales saben menos que las
personas, y lo pasan tan ricamente sin médicos ni boticas.
Una mañana, en el mercado, las compañeras de la _Borda_ cuchicheaban
mirándola compasivamente. Su fino oído de enferma lo escuchó todo.
Caería cuando cayesen las hojas.
Estas palabras fueron su obsesión. Morir... ¡Bueno, se resignaba!; por
el pobre viejo lo sentía, falto de ayuda. Pero al menos que muriese como
su madre, en plena primavera, cuando todo el huerto lanzaba risueño su
loca carcajada de colores; no cuando se despuebla la tierra, cuando los
árboles parecen escobas y las apagadas flores de invierno se alzan
tristes en los bancales.
¡Al caer las hojas!... Aborrecía los árboles cuyos ramajes se desnudaban
como esqueletos del otoño; huía de ellos como si su sombra fuese
maléfica, y adoraba una palmera que el siglo anterior plantaron los
frailes, esbelto gigante con la cabeza coronada de un surtidor de
ondulantes plumas.
Aquellas hojas no caían nunca. Sospechaba que tal vez fuese una
tontería, pero su afán por lo maravilloso la hacía sentir esperanzas, y
como el que busca la curación al pie de imagen milagrosa, la pobre
_Borda_ pasaba los ratos de descanso al pie de la palmera, que la
protegía con la sombra de sus punzantes ramas.
Allí pasó el verano, viendo cómo el sol, que no la calentaba, hacía
humear la tierra, cual si de sus entrañas fuese a sacar un volcán; allí
la sorprendieron los primeros vientos de otoño, que arrastraban las
hojas secas. Cada vez estaba más delgada, más triste, con una finura tal
de percepción, que oía los sonidos más lejanos. Las mariposas blancas
que revoloteaban en torno de su cabeza pegaban las alas en el sudor frío
de su frente, como si quisieran tirar de ella arrastrándola a otros
mundos donde las flores nacen espontáneamente, sin llevarse en sus
colores y perfumes algo de la vida de quien las cuida.
* * * * *
Las lluvias de invierno no encontraron ya a la _Borda_. Cayeron sobre el
encorvado espinazo del viejo, que estaba, como siempre, con la azada en
las manos y la vista en el surco.
Cumplía su destino con la indiferencia y el valor de un disciplinado
soldado de la miseria. Trabajar, trabajar mucho, para que no faltase la
cazuela de arroz y la paga al amo.
Estaba solo; la chica había seguido a su madre; lo único que le quedaba
era aquella tierra traidora que se chupaba a las personas y acabaría con
él, cubierta siempre de flores, perfumada y fecunda, como si sobre ella
no hubiese soplado la muerte. Ni siquiera se había secado un rosal para
acompañar a la pobre _Borda_ en su viaje.
Con sus setenta años tenía que hacer el trabajo de dos; removía la
tierra con más tenacidad que antes, sin levantar la cabeza, insensible a
la engañosa belleza que le rodeaba, sabiendo que era el producto de su
esclavitud, animado únicamente por el deseo de vender bien la hermosura
de la Naturaleza, y segando las flores con el mismo entusiasmo que si
segara hierba.
El parásito del tren
--Sí--dijo el amigo Pérez a todos sus contertulios de café--; en este
periódico acabo de leer la noticia de la muerte de un amigo. Sólo le vi
una vez, y sin embargo, le he recordado en muchas ocasiones. ¡Vaya un
amigo!
Le conocí una noche viniendo a Madrid en el tren correo de Valencia. Iba
yo en un departamento de primera; en Albacete bajó el único viajero que
me acompañaba, y al verme solo, como había dormido mal la noche
anterior, me estremecí voluptuosamente, contemplando los almohadones
grises. ¡Todos para mí! ¡Podía extenderme con libertad! ¡Flojo sueño iba
a echar hasta Alcázar de San Juan!
Corrí el velo verde de la lámpara, y el departamento quedó en deliciosa
penumbra. Envuelto en mi manta me tendí de espaldas, estirando mis
piernas cuanto pude, con la deliciosa seguridad de no molestar a nadie.
El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las
estaciones estaban a largas distancias; la locomotora extremaba su
velocidad, y mi coche gemía y temblaba como una vieja diligencia.
Balanceábame sobre la espalda, impulsado por el terrible traqueteo; las
franjas de los almohadones arremolinábanse; saltaban las maletas sobre
las cornisas de red; temblaban los cristales en sus alvéolos de las
ventanillas, y un espantoso rechinar de hierro viejo venía de abajo. Las
ruedas y frenos gruñían; pero conforme se cerraban mis ojos, encontraba
yo en su ruido nuevas modulaciones, y tan pronto me creía mecido por las
olas como me imaginaba que había retrocedido hasta la niñez y me
arrullaba una nodriza de bronca voz.
Pensando en tales tonterías me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito
y sin que el tren se detuviera.
Una impresión de frescura me despertó. Sentí en la cara como un golpe de
agua fría. Al abrir los ojos vi el departamento solo; la portezuela de
enfrente estaba cerrada. Pero sentí de nuevo el soplo frío de la noche,
aumentado por el huracán que levantaba el tren con su rápida marcha, y
al incorporarme vi la otra portezuela, la inmediata a mí, completamente
abierta, con un hombre sentado al borde de la plataforma, los pies
afuera en el estribo, encogido, con la cabeza vuelta hacia mí y unos
ojos que brillaban mucho en su cara oscura.
La sorpresa no me permitía pensar. Mis ideas estaban aún embrolladas por
el sueño. En el primer momento sentí cierto terror supersticioso. Aquel
hombre que se aparecía estando el tren en marcha, tenía algo de los
fantasmas de mis cuentos de niño.
Pero inmediatamente recordé los asaltos en las vías férreas, los robos
de los trenes, los asesinatos en un vagón, todos los crímenes de esta
clase que había leído, y pensé que estaba solo, sin un mal timbre para
avisar a los que dormían al otro lado de los tabiques de madera. Aquel
hombre era seguramente un ladrón.
El instinto de defensa, o más bien el miedo, me dio cierta ferocidad. Me
arrojé sobre el desconocido, empujándolo con codos y rodillas; perdió el
equilibrio; se agarró desesperadamente al borde de la portezuela, y yo
seguí empujándole, pugnando por arrancar sus crispadas manos de aquel
asidero para arrojarlo a la vía. Todas las ventajas estaban de mi parte.
--¡Por Dios, señorito!--gimió con voz ahogada--. ¡Señorito, déjeme
usted! Soy un hombre de bien.
Y había tal expresión de humildad y angustia en sus palabras, que me
sentí avergonzado de mi brutalidad y le solté.
Se sentó otra vez, jadeante y tembloroso, en el hueco de la portezuela,
mientras yo quedaba en pie, bajo la lámpara, cuyo velo descorrí.
Entonces pude verle. Era un campesino pequeño y enjuto; un pobre diablo
con una zamarra remendada y mugrienta y pantalones de color claro. Su
gorra negra casi se confundía con el tinte cobrizo y barnizado de su
cara, en la que se destacaban los ojos de mirada mansa y una dentadura
de rumiante, fuerte y amarillenta, que se descubría al contraerse los
labios con sonrisa de estúpido agradecimiento.
Me miraba como un perro a quien se ha salvado la vida, y mientras tanto,
sus oscuras manos buscaban y rebuscaban en la faja y en los bolsillos.
Esto casi me hizo arrepentir de mi generosidad, y mientras el gañán
buscaba, yo metía mano en el cinto y empuñaba mi revólver. ¡Si creía
pillarme descuidado!
Tiró él de su faja, sacando algo, y yo le imité sacando de la funda
medio revólver. Pero lo que él tenía en la mano era un cartoncito
mugriento y acribillado, que me tendió con satisfacción.
--Yo también llevo billete, señorito.
Lo miré y no pude menos de reírme.
--¡Pero si es antiguo!--le dije--.Ya hace años que sirvió... ¿Y con esto
te crees autorizado para asaltar el tren y asustar a los viajeros?
Al ver su burdo engaño descubierto, puso la cara triste, como si
temiera que intentase yo otra vez arrojarlo a la vía. Sentí compasión y
quise mostrarme bondadoso y alegre, para ocultar los efectos de la
sorpresa, que aún duraban en mí.
--Vamos, acaba de subir. Siéntate dentro y cierra la portezuela.
--No, señor--dijo con entereza--. Yo no tengo derecho a ir dentro como
un señorito. Aquí, y gracias, pues no tengo dinero.
Y con la firmeza de un testarudo se mantuvo en su puesto.
Yo estaba sentado junto a él; mis rodillas en sus espaldas. Entraba en
el departamento un verdadero huracán. El tren corría a toda velocidad;
sobre los yermos y terrosos desmontes resbalaba la mancha roja y oblicua
de la abierta portezuela, y en ella la sombra encogida del desconocido y
la mía. Pasaban los postes telegráficos como pinceladas amarillas sobre
el fondo negro de la noche, y en los ribazos brillaban un instante, cual
enormes luciérnagas, los carbones encendidos que arrojaba la locomotora.
El pobre hombre estaba intranquilo, como si le extrañase que le dejara
permanecer en aquel sitio. Le di un cigarro, y poco a poco fue hablando.
Todos los sábados hacía el viaje del mismo modo. Esperaba el tren a su
salida de Albacete; saltaba a un estribo, con riesgo de ser despedazado,
corría por fuera todos los vagones buscando un departamento vacío, y en
las estaciones apeábase poco antes de la llegada y volvía a subir
después de la salida, siempre mudando de sitio para evitar la vigilancia
de los empleados, unos malas almas enemigos de los pobres.
--Pero ¿dónde vas?--le dije--. ¿Por qué haces este viaje, exponiéndote a
morir despedazado?
Iba a pasar el domingo con su familia. ¡Cosas de pobres! Él trabajaba
algo en Albacete y su mujer servía en un pueblo. El hambre les había
separado. Al principio hacía el viaje a pie; toda una noche de marcha, y
cuando llegaba por la mañana caía rendido, sin ganas de hablar con su
mujer ni de jugar con los chicos. Pero ya se había espabilado, ya no
tenía miedo, y hacía el viaje tan ricamente en tren. Ver a sus hijos le
daba fuerzas para trabajar más toda la semana. Tenía tres: el pequeño
era así, no levantaba dos palmos del suelo, y sin embargo, le reconocía,
y al verle entrar tendíale los brazos al cuello.
--Pero tú--le dije--, ¿no piensas que en cualquiera de estos viajes tus
hijos van a quedarse sin padre?
Él sonreía con confianza. Entendía muy bien aquel _negocio_. No le
asustaba el tren cuando llegaba como caballo desbocado, bufando y
echando chispas. Era ágil y sereno; un salto, y arriba; y en cuanto a
bajar, podría darse algún coscorrón contra los desmontes, pero lo
importante era no caer bajo las ruedas.
No le asustaba el tren, sino los que iban dentro. Buscaba los coches de
primera, porque en ellos encontraba departamentos vacíos. ¡Qué de
aventuras! Una vez abrió sin saberlo el reservado de señoras; dos monjas
que iban dentro gritaron: «¡Ladrones!», y él, asustado, se arrojó del
tren y tuvo que hacer a pie el resto del camino.
Dos veces había estado próximo, como aquella noche, a ser arrojado a la
vía por los que despertaban sobresaltados con su presencia; y buscando
en otra ocasión un departamento oscuro, tropezó con un viajero que, sin
decir palabra, le asestó un garrotazo, echándolo fuera del tren. Aquella
noche sí que creyó morir.
Y al decir esto señalaba una cicatriz que cruzaba su frente.
Le trataban mal, pero él no se quejaba. Aquellos señores tenían razón
para asustarse y defenderse. Comprendía que era merecedor de aquello y
algo más; pero ¡qué remedio, si no tenía dinero y deseaba ver a sus
hijos!
El tren iba limitando su marcha, como si se aproximara a una estación.
Él, alarmado, comenzó a incorporarse.
--Quédate--le dije--; aún falta otra estación para llegar adonde tú vas.
Te pagaré el billete.
--¡Quiá! No, señor--repuso con candidez maliciosa--. El empleado al dar
el billete se fijaría en mí: muchas veces me han perseguido sin
conseguir verme de cerca, y no quiero me tomen la filiación. ¡Feliz
viaje, señorito! Es usted la más buena alma que he encontrado en el
tren.
Se alejó por los estribos, agarrado al pasamano de los coches, y se
perdió en la oscuridad, buscando sin duda otro sitio donde continuar
tranquilo su viaje.
Paramos ante una estación pequeña y silenciosa. Iba a tenderme para
dormir, cuando en el andén sonaron voces imperiosas.
Eran los empleados, los mozos de la estación y una pareja de la Guardia
civil que corrían en distintas direcciones, como cercando a alguien.
«¡Por aquí!... ¡Cortadle el paso!... Dos por el otro lado para que no
escape... Ahora ha subido sobre el tren... ¡Seguidle!»
Y efectivamente, al poco rato las techumbres de los vagones temblaban
bajo el galope loco de los que se perseguían en aquellas alturas.
Era, sin duda, el _amigo_, a quien habían sorprendido, y viéndose
cercado se refugiaba en lo más alto del tren.
Estaba yo en una ventanilla de la parte opuesta al andén, y vi cómo un
hombre saltaba desde la techumbre de un vagón inmediato, con la
asombrosa ligereza que da el peligro. Cayó de bruces en un campo, gateó
algunos instantes, como si la violencia del golpe no le permitiera
incorporarse, y al fin huyó a todo correr, perdiéndose en la oscuridad
la mancha blanca de sus pantalones.
El jefe del tren gesticulaba al frente de los perseguidores, algunos de
los cuales reían.
--¿Qué es eso?--pregunté al empleado.
--Un tuno que tiene la costumbre de viajar sin billete--contestó con
énfasis--. Ya le conocemos hace tiempo: es un parásito del tren, pero
poco hemos de poder o le pillaremos para que vaya a la cárcel.
Ya no vi más al pobre parásito. En invierno, muchas veces me he acordado
del infeliz, y le veía en las afueras de una estación, tal vez azotado
por la lluvia y la nieve, esperando el tren que pasa como un torbellino,
para asaltarlo con la serenidad del valiente que asalta una trinchera.
Ahora leo que en la vía férrea, cerca de Albacete, se ha encontrado el
cadáver de un hombre despedazado por el tren... Es él, el pobre
parásito. No necesito más datos para creerlo: me lo dice el corazón.
«Quien ama el peligro en él perece.» Tal vez le faltó inesperadamente la
destreza. Tal vez algún viajero, asustado por su repentina aparición,
fue menos compasivo que yo y le arrojó bajo las ruedas. ¡Vaya usted a
preguntar a la noche lo que pasaría!
--Desde que le conocí--terminó diciendo el amigo Pérez--han pasado
cuatro años. En este tiempo he corrido mucho, y viendo cómo viaja la
gente por capricho o por combatir el aburrimiento, más de una vez he
pensado en el pobre gañán, que, separado de su familia por la miseria,
cuando quería besar a sus hijos tenía que verse perseguido y acosado
como alimaña feroz y desafiar la muerte con la serenidad de un héroe.
Golpe doble
Al abrir la puerta de su barraca encontró Sènto un papel en el ojo de la
cerradura...
Era un anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros y debía
dejarlos aquella noche en el horno que tenía frente a su barraca.
Toda la huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se
negaba a obedecer tales demandas, sus campos aparecían talados, las
cosechas perdidas, y hasta podía despertar a media noche sin tiempo
apenas para huir de la techumbre de paja que se venía abajo entre llamas
y asfixiando con su humo nauseabundo.
_Gafarró_, que era el mozo mejor plantado de la huerta de Ruzafa, juró
descubrirles, y se pasaba las noches emboscado en los cañares, rondando
por las sendas, con la escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron
en una acequia con el vientre acribillado y la cabeza deshecha... y
adivina quién te dio.
Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta,
donde al anochecer se cerraban las barracas y reinaba un pánico egoísta,
buscando cada cual su salvación, olvidando al vecino. Y a todo esto, el
tío Batiste, alcalde de aquel distrito de la huerta, echando rayos por
la boca cada vez que las autoridades, que le respetaban como potencia
electoral, hablábanle del asunto, y asegurando que él y su fiel
alguacil, el _Sigró_, se bastaban para acabar con aquella calamidad.
A pesar de esto, Sènto no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No
quería oír en balde baladronadas y mentiras.
Lo cierto era que le pedían cuarenta duros, y si no los dejaba en el
horno le quemarían su barraca, aquella barraca que miraba ya como un
hijo próximo a perderse; con sus paredes de deslumbrante blancura, la
montera de negra paja con crucecitas en los extremos, las ventanas
azules, la parra sobre la puerta como verde celosía, por la que se
filtraba el sol con palpitaciones de oro vivo; los macizos de geranios y
dompedros orlando la vivienda, contenidos por una cerca de cañas; y más
allá de la vieja higuera el horno, de barro y ladrillos, redondo y
achatado como un hormiguero de África. Aquello era toda su fortuna, el
nido que cobijaba a lo más amado: su mujer, los tres chiquillos, el par
de viejos rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, y
la vaca blanca y sonrosada que iba todas las mañanas por las calles de
la ciudad despertando a la gente con su triste cencerreo y dejándose
sacar unos seis reales de sus ubres siempre hinchadas.
¡Cuánto había tenido que arañar los cuatro terrones que desde su
bisabuelo venía regando toda la familia con sudor y sangre, para juntar
el puñado de duros que en un puchero guardaba enterrados bajo de la
cama! ¡En seguida se dejaba arrancar cuarenta duros!... Él era un hombre
pacífico; toda la huerta podía responder por él. Ni riñas por el riego,
ni visitas a la taberna, ni escopeta para echarla de majo. Trabajar
mucho para su Pepeta y los tres mocosos era su única afición; pero ya
que querían robarle, sabría defenderse. ¡Cristo! En su calma de hombre
bonachón despertaba la furia de los mercaderes árabes, que se dejan
apalear por el beduino, pero se tornan leones cuando les tocan su
hacienda.
Como se aproximaba la noche y nada tenía resuelto, fue a pedir consejo
al viejo de la barraca inmediata, un carcamal que sólo servía para segar
brozas en las sendas, pero de quien se decía que en la juventud había
puesto más de dos a pudrir tierra.
Le escuchó el viejo con los ojos fijos en el grueso cigarro que liaban
sus manos temblorosas cubiertas de caspa. Hacía bien en no querer soltar
el dinero. Que robasen en la carretera como los hombres, cara a cara,
exponiendo la piel. Setenta años tenía, pero podían irle con tales
cartitas. Vamos a ver; ¿tenía agallas para defender lo suyo?
La firme tranquilidad del viejo contagiaba a Sènto, que se sentía capaz
de todo para defender el pan de sus hijos.
El viejo, con tanta solemnidad como si fuese una reliquia, sacó de
detrás de la puerta la joya de la casa: una escopeta de pistón que
parecía un trabuco, y cuya culata apolillada acarició devotamente.
La cargaría él, que entendería mejor a aquel amigo. Las temblorosas
manos se rejuvenecían. ¡Allá va pólvora! Todo un puñado. De una cuerda
de esparto sacaba los tacos. Ahora una ración de postas, cinco o seis; a
granel los perdigones zorreros, metralla fina, y al final un taco bien
golpeado. Si la escopeta no reventaba con aquella indigestión de muerte,
sería misericordia de Dios.
Aquella noche dijo Sènto a su mujer que esperaba turno para regar, y
toda la familia le creyó, acostándose temprano.
Cuando salió, dejando bien cerrada la barraca, vio a la luz de las
estrellas, bajo la higuera, al fuerte vejete ocupado en ponerle el
pistón al _amigo_.
Le daría a Sènto la última lección, para que no errase el golpe. Apuntar
bien a la boca del horno y tener calma. Cuando se inclinasen buscando el
_gato_ en el interior... ¡fuego! Era tan sencillo, que podía hacerlo un
chico.
Sènto, por consejo del maestro, se tendió entre dos macizos de geranios
a la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de
cañas apuntando fijamente a la boca del horno. No podía perderse el
tiro. Serenidad y darle al gatillo a tiempo. ¡Adiós, muchacho! A él le
gustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y además estos asuntos
los arregla mejor uno sólo.
Se alejó el viejo cautelosamente, como hombre acostumbrado a rondar la
huerta, esperando un enemigo en cada senda.
Sènto creyó que quedaba solo en el mundo, que en toda la inmensa vega,
estremecida por la brisa, no había más seres vivientes que él y
_aquellos_ que iban a llegar. ¡Ojalá no viniesen! Sonaba el cañón de la
escopeta al temblar sobre la horquilla de cañas. No era frío, era miedo.
¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca, y al
pensar que tras aquella pared de barro dormían Pepeta y los chiquitines,
sin otra defensa que sus brazos, y en los que querían robar, el pobre
hombre se sintió otra vez fiera.
Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz
de un chantre. Era la campana del Miguelete. Las nueve. Oíase el
chirrido de un carro rodando por un camino lejano. Ladraban los perros,
transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el _rac-rac_
de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones de
los sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas.
Sènto contaba las horas que iban sonando en el Miguelete. Era lo único
que le hacía salir de la somnolencia y el entorpecimiento en que le
sumía la inmovilidad de la espera. ¡Las once! ¿No vendrían ya? ¿Les
habría tocado Dios en el corazón?
Las ranas callaron repentinamente. Por la senda avanzaban dos cosas
oscuras que a Sènto le parecieron dos perros enormes. Se irguieron: eran
hombres que avanzaban encorvados, casi de rodillas.
--Ya están ahí--murmuró, y sus mandíbulas temblaban.
Los dos hombres volvíanse a todos lados, como temiendo una sorpresa.
Fueron al cañar, registrándolo: acercáronse después a la puerta de la
barraca, pegando el oído a la cerradura, y en estas maniobras pasaron
dos veces por cerca de Sènto, sin que éste pudiera conocerles. Iban
embozados en mantas, por bajo de las cuales asomaban las escopetas.
Esto aumentó el valor de Sènto. Serían los mismos que asesinaron a
_Gafarró_. Había que matar para salvar la vida.
Ya iban hacia el horno. Uno de ellos se inclinó, metiendo las manos en
la boca y colocándose ante la apuntada escopeta. Magnífico tiro. Pero ¿y
el otro que quedaba libre?
El pobre Sènto comenzó a sentir las angustias del miedo, a sentir en la
frente un sudor frío. Matando a uno, quedaba desarmado ante el otro. Si
les dejaba ir sin encontrar nada, se vengarían quemándole la barraca.
Pero el que estaba en acecho se cansó de la torpeza de su compañero y
fue a ayudarle en la busca. Los dos formaban una oscura masa obstruyendo
la boca del horno. Aquella era la ocasión. ¡Alma, Sènto! ¡Aprieta el
gatillo!
El trueno conmovió toda la huerta, despertando una tempestad de gritos y
ladridos. Sènto vio un abanico de chispas, sintió quemaduras en la cara;
la escopeta se le fue y agitó las manos para convencerse de que estaban
enteras. De seguro que el _amigo_ había reventado.
No vio nada en el horno: habrían huido, y cuando él iba a escapar
también, se abrió la puerta de la barraca y salió Pepeta en enaguas, con
un candil. La había despertado el trabucazo y salía impulsada por el
miedo, temiendo por su marido que estaba fuera de casa.
La roja luz del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta la
boca del horno.
Allí estaban dos hombres en el suelo, uno sobre otro, cruzados,
confundidos, formando un solo cuerpo, como si un clavo invisible los
uniese por la cintura, soldándolos con sangre.
No había errado el tiro. El golpe de la vieja escopeta había sido doble.
Y cuando Sènto y Pepeta, con aterrada curiosidad, alumbraron los
cadáveres para verles las caras, retrocedieron con exclamaciones de
asombro.
Eran el tío Batiste, el alcalde, y su alguacil el _Sigró_.
La huerta quedaba sin autoridad, pero tranquila.
En el mar
A las dos de la mañana llamaron a la puerta de la barraca.
--¡Antonio! ¡Antonio!
Y Antonio saltó de la cama. Era su compadre, el compañero de pesca, que
le avisaba para hacerse, a la mar.
Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba con
Rufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama hablando de
los negocios. No podían marchar peor. ¡Vaya un verano! En el anterior,
los atunes habían corrido el Mediterráneo en bandadas interminables. El
día que menos, se mataban doscientas o trescientas arrobas; el dinero
circulaba como una bendición de Dios, y los que, como Antonio,
guardaron buena conducta e hicieron sus ahorrillos, se emanciparon de la
condición de simples marineros, comprándose una barca para pescar por
cuenta propia.
El puertecillo estaba lleno. Una verdadera flota lo ocupaba todas las
noches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcas
había venido la carencia de pesca.
Las redes sólo sacaban algas o pez menudo; morralla de la que se deshace
en la sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y nadie
conseguía izar uno sobre su barca.
Rufina estaba aterrada por esta situación. No había dinero en casa;
debían en el horno y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado,
dueño del pueblo por sus judiadas, les amenazaba continuamente si no
entregaban _algo_ de los cincuenta duros con intereses que les había
prestado para la terminación de aquella barca tan esbelta y tan velera
que consumió todos sus ahorros.
Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueve
años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.
--A ver si hoy tenéis más fortuna--murmuró la mujer desde la cama--. En
la cocina encontraréis el capazo de las provisiones... Ayer ya no
querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor! ¡Y qué oficio tan perro!
--Calla, mujer; malo está el mar, pero Dios proveerá. Justamente vieron
ayer algunos un atún que va suelto; un _viejo_ que se calcula pesa más
de treinta arrobas. Figúrate si lo cogiéramos... Lo menos sesenta duros.
Y el pescador acabó de arreglarse pensando en aquel pescadote, un
solitario que, separado de su manada, volvía por la fuerza de la
costumbre a las mismas aguas que el año anterior.
Antoñico estaba ya de pie y listo para partir, con la gravedad y
satisfacción del que se gana el pan a la edad en que otros juegan; al
hombro el capazo de las provisiones y en una mano la banasta de los
roveles, el pez favorito de los atunes, el mejor cebo para atraerles.
Padre e hijo salieron de la barraca y siguieron la playa hasta llegar al
muelle de los pescadores. El compadre les esperaba en la barca
preparando la vela.
La flotilla removíase en la oscuridad, agitando su empalizada de
mástiles. Corrían sobre ella las negras siluetas de los tripulantes,
rasgaba el silencio el ruido de los palos cayendo sobre cubierta, el
chirriar de las garruchas y las cuerdas, y las velas desplegábanse en la
oscuridad como enormes sábanas.
El pueblo extendía hasta cerca del agua sus calles rectas, orladas de
casitas blancas, donde se albergaban por una temporada los veraneantes,
todas aquellas familias venidas del interior en busca del mar. Cerca del
muelle, un caserón mostraba sus ventanas como hornos encendidos,
trazando regueros de luz sobre las inquietas aguas.
Era el Casino. Antonio lanzó hacia él una mirada de odio. ¡Cómo
trasnochaban aquellas gentes! Estarían jugándose el dinero... ¡Si
tuvieran que madrugar para ganarse el pan!
--¡Iza! ¡Iza! Que van muchos delante.
El compadre y Antoñico tiraron de las cuerdas, y lentamente se remontó
la vela latina, estremeciéndose al ser curvada por el viento.
La barca se arrastró primero mansamente sobre la tranquila superficie de
la bahía; después ondularon las aguas y comenzó a cabecear: estaban
fuera de puntas; en el mar libre.
Al frente, el oscuro infinito, en el que parpadeaban las estrellas, y
por todos lados, sobre la mar negra, barcas y más barcas que se alejaban
como puntiagudos fantasmas resbalando sobre las olas.
El compadre miraba el horizonte.
--Antonio, cambia el viento.
--Ya lo noto.
--Tendremos mar gruesa.
--Lo sé; pero ¡adentro! Alejémonos de todos estos que barren el mar.
Y la barca, en vez de ir tras las otras, que seguían la costa, continuó
con la proa mar adentro.
Amaneció. El sol, rojo y recortado cual enorme oblea, trazaba sobre el
mar un triángulo de fuego y las aguas hervían como si reflejasen un
incendio.
Antonio empuñaba el timón, el compañero estaba junto al mástil y el
chicuelo en la proa explorando el mar. De la popa y las bordas pendían
cabelleras de hilos que arrastraban sus cebos dentro del agua. De vez en
cuando tirón y arriba un pez, que se revolvía y brillaba como estaño
animado. Pero eran piezas menudas... nada.
Y así pasaron las horas; la barca siempre adelante, tan pronto acostada
sobre las olas como saltando, hasta enseñar su panza roja. Hacía calor,
y Antoñico escurríase por la escotilla para beber del tonel de agua
metido en la estrecha cala.
A las diez habían perdido de vista la tierra; únicamente se veían por la
parte de popa las velas lejanas de otras barcas, como aletas de peces
blancos.
--¡Pero Antonio!--exclamó el compadre--. ¿Es que vamos a Orán? Cuando la
pesca no quiere presentarse, lo mismo da aquí que más adentro.
Viró Antonio, y la barca comenzó a correr bordadas, pero sin dirigirse a
tierra.
--Ahora--dijo alegremente--tomemos un bocado. Compadre, trae el capazo.
Ya se presentará la pesca cuando ella quiera.
Para cada uno un enorme mendrugo y una cebolla cruda, machacada a
puñetazos sobre la borda.
El viento soplaba fuerte y la barca cabeceaba rudamente sobre las olas
de larga y profunda ondulación.
--_¡Pae!_--gritó Antoñico desde la proa--, ¡un pez grande, _mu_
grande!... ¡Un atún!
Rodaron por la popa las cebollas y el pan, y los dos hombres asomáronse
a la borda.
Sí, era un atún; pero enorme, ventrudo, poderoso, arrastrando casi a
flor de agua su negro lomo de terciopelo; el solitario tal vez de que